El protocolo frente al acoso en las Fuerzas Armadas prevé confidencialidad y protección de datos, pero su aplicación es cuestionada por víctimas y expertos.
Las denuncias presentadas a través de la UPA suelen terminar en manos del superior jerárquico denunciado, según testimonios recogidos.
El procedimiento puede desembocar en bajas psicofísicas cuestionables que apartan a las denunciantes del servicio activo.
Juristas militares desaconsejan el canal interno de la UPA y recomiendan la vía judicial para preservar derechos y garantías.
Un marco legal con garantías sobre el papel
El Ejército español cuenta con un protocolo específico para atender casos de acoso en su seno, reforzado tras la reforma del Código Penal Militar en 2015 —a raíz del caso de la comandante Zaida Cantero— que incorporó expresamente el acoso sexual como delito. La regulación fue acompañada por la creación de la Unidad de Protección frente al Acoso (UPA), operativa desde 2016, cuyo objetivo es permitir a las víctimas presentar denuncias de forma anónima y confidencial.
En teoría, esta protección está respaldada por la Ley Orgánica 3/2018 de Protección de Datos Personales y la Directiva Europea 1937/2019, que exigen confidencialidad y anonimato en las denuncias canalizadas a través de mecanismos internos. La propia ministra de Defensa, Margarita Robles, garantizó en el Congreso que se evitarían filtraciones de identidad que vulnerasen los derechos fundamentales de las víctimas.
Una práctica interna que compromete la confidencialidad
Pese a estas garantías normativas, la aplicación real del protocolo genera serias dudas. Según testimonios recogidos por Artículo14, como el de la capitán Cebollero y otras militares, las denuncias realizadas a través de la UPA terminan en manos del mismo mando militar denunciado. El hecho de que la UPA esté compuesta por personal del propio Ejército y no por agentes externos, favorece —según estas fuentes— una dinámica de protección jerárquica y lealtad institucional que deja en desamparo a la denunciante.
Varias víctimas relatan una respuesta institucional que describen como “acoso y derribo”. Tras presentar la denuncia, se enfrentan a campañas de descrédito que acaban en la apertura de expedientes psicofísicos, con diagnósticos emitidos en ocasiones por médicos no especializados —incluso por alergólogos—, lo que termina en la expulsión de la denunciante del cuerpo militar por supuesta incapacidad.
La paradoja del anonimato: sin información y sin defensa
Expertos jurídicos del ámbito militar consultados por el mismo medio critican el procedimiento interno de la UPA. Aseguran que desaconsejan a las víctimas emplearlo, ya que el proceso deja a la denunciante sin control ni seguimiento de su caso. Al presentar la denuncia, simplemente rellenan un formulario, sin intervención directa ni garantías procesales. En cambio, mediante la vía judicial, la víctima actúa como parte procesal y puede acceder a información, presentar alegaciones y conocer el desarrollo del procedimiento.
Además, la desprotección se agrava en casos en los que el acoso no ocurre físicamente en el lugar de trabajo, lo que ha permitido al Ejército negar el “acto de servicio” y, con ello, toda cobertura institucional.
Necesidad de reformas estructurales
A pesar del marco legal que ampara a las víctimas de acoso en las Fuerzas Armadas y de los mecanismos creados para canalizar las denuncias con garantías, su aplicación práctica presenta serias deficiencias. La falta de independencia del sistema interno, la entrega de denuncias a mandos denunciados y la supuesta instrumentalización de bajas médicas para apartar a las denunciantes plantean un serio desafío a la credibilidad y eficacia del protocolo militar frente al acoso.
Para que el sistema funcione como fue diseñado, se requieren reformas estructurales que aseguren la independencia de los órganos receptores, el seguimiento transparente de los casos y la plena protección de los derechos fundamentales de las víctimas dentro del Ejército.